Llegué de noche. El control de aduanas era como el de cualquier otra frontera asiática, siempre tan agradables y simpáticos... cuándo tengas el sello en tu pasaporte mejor cógelo rápido y no preguntes.
Como siempre regateé el precio del taxi hacia el hotel para evitar sorpresas desagradables, aunque por mucho que uno trate de preveer nunca sabe con qué puede encontrarse.
Nos encaminamos por la carrertera principal y enseguida estuvimos rodeados de motocicletas y de tuk-tuks. Cualquiera que haya estado en Asia sabrá que las reglas de preferencia de tráfico son otras: el primero que llega pasa.
Al menos las calles estaban suficientemente iluminadas, y aunque la luz fuera de
masiado ténue y no permitiera apenas ver las caras de conductores y peatones, si nos permitía ver como montañas de despercicios se acumulaban por todas partes. Sin embargo la capital es más segura de lo que la primera impresión podía llevarnos a creer.
Acercándome al hotel, las luces de los pequeños locales donde diferentes jóvenes tomaban un refrigerio se reflejaban en los charcos que el agua de los monzones deja cada tarde.
El taxista frenó suavemente hasta llegar a la entrada, alguien abrió la puerta del coche para dejarnos salir, y alguien cogió mis maletas para llevarlas hacia el interior. La recepción estaba prácticamente a oscuras. Junto a la puerta una hamaca que aún parecía balancearse entre sombras me daba la bienvenida.
Con unos sonidos incomprensibles para mi, uno de los dos jóvenes que acarreaban mis maletas me indicó que lo siguiera hacia mi habitación. Me quedaba claro que no hablaba inglés, y
mucho menos español. Qué diferente era todo a mi patria, que extraño que no me pidieran ni mi documentación, ni una targeta de crédito.
Cerré el pestillo de la puerta y me tumbé sobre la cama. Un número martilleaba mis sienes constantemente: 2 millones, el número de personas que fueron atrozmente ejecutadas por los "jemer rouge". ¿Cómo en nombre de ningún ideal se puede matar a dos millones de personas?
Una tarjeta sobre mi mesilla de noche llevaba impreso en brillantes colores un "Welcome to Cambodia".
Cerré el pestillo de la puerta y me tumbé sobre la cama. Un número martilleaba mis sienes constantemente: 2 millones, el número de personas que fueron atrozmente ejecutadas por los "jemer rouge". ¿Cómo en nombre de ningún ideal se puede matar a dos millones de personas?
Una tarjeta sobre mi mesilla de noche llevaba impreso en brillantes colores un "Welcome to Cambodia".
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